lunes, 29 de septiembre de 2014

El testimonio de la única mujer que pasó por el centro clandestino de Monte Peloni

Las marcas del infierno en el cuerpo

En el juicio por los crímenes perpetrados en Olavarría durante la dictadura, Araceli Gutiérrez contó las torturas y abusos que sufrió durante su secuestro. Fue acosada por el defensor de uno de los represores acusados.

 Por Silvana Melo y Claudia Rafael

Desde Olavarría

Devastada por casi cuatro horas de testimonio, agredida por la inquisición de uno de los abogados de los represores, revictimizada durante treinta años relatando una y otra vez su tragedia, Araceli Gutiérrez declaró ayer ante el tribunal que juzga a los represores Ignacio Aníbal Verdura, Omar Antonio Ferreyra, Horacio Leites y Walter Jorge Grosse. Su paso por el predio concentracionario de Monte Peloni tuvo algunas singularidades: era la única mujer y la principal tortura que soportó fue la humillación y el sometimiento sexual. A los 60 años, Araceli volvió al Monte clavado en su tragedia y decidió ser casera de su propio infierno. Los pájaros de esta primavera no se parecen a aquellos de septiembre del ’77, cuando la vida cayó en su fosa más honda. Pero ayer volvió a vivir la oscuridad de su noche, interrogada como si fuera una victimaria por el abogado Claudio Castaño, decidido a quebrarla psicológicamente. Hasta que se desalojó la sala y terminó su declaración a puertas cerradas. Las agresiones sexuales que sufrió se ventilarán en el juicio Monte Peloni 2, donde las responsabilidades y complicidades civiles llevarán al banquillo a unos setenta acusados.

Cuando a fines de 1976 las persecuciones hicieron imposible la vida en La Plata, Araceli Gutiérrez y su pareja, Néstor Elizari, buscaron refugio en Olavarría. Poco tiempo después se unirían a ellos Isabel “Pichuca” Gutiérrez y Juan Carlos Ledesma. El 13 de septiembre secuestraron al padre de ambas, Francisco Gutiérrez, subcomisario de la Policía Bonaerense. El 14 a Pichuca y a Juan Carlos Ledesma. El 16, a Araceli y Elizari. Aprovecharon las irrupciones para robar todo lo que hubiera a mano: desde una billetera con dinero hasta factura de cerdo recién preparada.

En la Brigada de Investigaciones de Las Flores, Araceli asistió a los últimos tramos de la vida de Graciela Follini de Villeres. La encontró en su misma celda, destruida por la tortura. Y presintió que se iba a morir. También vio un vestido de embarazo de su hermana Pichuca y unas latitas de leche Nido que decían té y café. Que se habían robado de su casa por pura impunidad. En Las Flores recordó haber visto a Federico Pippo. Siete años más tarde saltaría a una triste celebridad acusado del crimen de su esposa, Oriel Briant.

Supo después que su padre, Francisco, había estado en contacto con Pichuca. Que estaba gravemente enferma; ella había parido cinco días antes del secuestro y tenía una infección. Siempre le quedó clavada en el pecho la opción que dice que tuvo su padre: “Le dieron a elegir entre las dos hijas. Mi hermana y yo. Yo estoy acá, ella no. Son los pesos que uno tiene que cargar”.

El traslado desde Las Flores fue directamente a Olavarría. Más exactamente a la cercanía de Sierras Bayas: ella pudo espiar y vio la tradicional Calera Milesi. Eran las puertas del Monte Peloni. Los fueron bajando de a uno y a golpes. “Tiraban tiros y el revoque saltaba”. Los escuchó decir “hay una mujer”.

En la distribución, a ella le tocó un sillón en una habitación sola. Le pusieron un algodón en la boca y la dejaron escuchando el martirio de sus compañeros. “Había un especial ensañamiento con Alfredo Maccarini (agente penitenciario) al que le decían traidor.” Luego el interrogatorio le tocó a ella: “Me sentaron en una silla y me dijeron ‘vos vas a hablar todo lo que tenés que hablar porque, si no, nunca vas a poder coger en tu vida’. Y yo cerré las piernas instintivamente”.

Mientras le preguntaban por su padre vio a Carmelo Vinci delirando, a otros de sus compañeros enceguecidos golpeando sus cabezas al pasar por las puertas con dinteles bajos, a Cacho Fernández desesperado porque su hermano no había vuelto, a Ricardo Cassano convulsionando con claustrofobia, a otro atado con una esposa en un camastro.

A Ferreyra lo reconocía “por la nariz” y “porque pateaba una lona, yo lo veía por abajo y le decían ‘Ferreyra vos cada día estás más loco’”. Recordó sobrenombres: Cuaco, Pájaro, Vitullo, Pepe. Y el generador que hacía rodar la picana. “Cuando quieras hablar abrí y cerrá la mano”, decían.

Las definió como “las noches de aquelarre”, noches en que llegaban hombres “de afuera”. Araceli Gutiérrez estaba en el sillón. “Se sentó al lado mío un señor que, por el olor, fumaba cigarrillos negros. Empezó a manosearme. Vinieron otros más. Y me dijo ‘ah... qué olor feo que tenés’. No me dejan bañarme. Ese hombre me introdujo una pistola en la vagina, los dedos. Me manoseó...” Mutó la voz de esa mujer valiente, que aún hoy les hace frente a las noches en que “vienen los fantasmas a tomar mate conmigo al Monte”, como suele definir. “Yo les decía ‘ahora no’, ¿no puede ser mañana?” Como queriendo ahuyentarlos para siempre echó mano a una excusa frágil frente a la perversidad. Y alcanzó a definir que “estaba lastimada cuando se fueron”. Habló de un médico “de mujeres” que fue llevado al lugar para atenderla.

Los días y las noches en Monte Peloni son una huella en su memoria y su cuerpo. “Me quedó la marca de las esposas y, en la entrepierna, una cicatriz de cuando se me pegó el pantalón con la menstruación.” Cuando “estaba indispuesta y me tenía que higienizar, me alumbraban con linterna, se reían, se burlaban”.

Los represores decidieron –con esa particular valoración por ciertos símbolos– que se festejaría el Día de la Madre. Una caja de bombones le hizo saber que era el tercer domingo de octubre. Aquel día, ella y sus compañeros compartieron los bombones de chocolate. Algunos los devoraron “con papel y todo”.

Hacia el final, no todos estaban allí. En noviembre –en esa eternidad de dos meses desde el secuestro– les avisaron que los iban a trasladar. Fuera del casco de estancia colocaron una lata de combustible de 200 litros. Araceli Gutiérrez temió que “me cocinaran”. Le dieron ropa, “una pollerita cortita con una mancha de aceite”. Y también sus propias botas, una camisa y un saco de hombre. Así terminó su martirio dentro de Monte Peloni y emprendió, ya legalizada, el recorrido por varias cárceles hasta que en 1979 quedó en una semilibertad en la que siguió soportando el acoso de sus captores.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Para conjurar los fantasmas de Monte Peloni

Empieza el juicio por la represión en Olavarria
Cuatro represores serán juzgados desde hoy por su actuación en el centro clandestino Monte Peloni. El juicio promete ventilar las complicidades empresarias y sociales con la represión en Olavarría, una ciudad ya sacudida con la aparición del nieto de Carlotto.

 Por Silvana Melo y Claudia Rafael

La identidad de Olavarría volverá a sacudirse con otro temblor estructural. Un mes y diecisiete días atrás, la aparición impensada de Ignacio Guido Montoya Carlotto había dejado al desnudo las vergüenzas históricas y sociales de la ciudad. Esas mismas complicidades, a través de los nombres de cinco militares represores, comenzarán a quedar expuestas en la vidriera judicial: hoy comienza el emblemático juicio en torno del campo clandestino de detención Monte Peloni, cuyos entretelones pueden arrojar luz sobre la apropiación del nieto de Estela de Carlotto.

Cuatro de esos represores estarán sentados allí, ante los jueces federales Roberto Falcone, Mario Portela y Néstor Parra: el entrerriano Ignacio Aníbal Verdura, 82 años, general de Brigada retirado obligadamente el 24 de mayo de 1986, después del atentado fallido contra el presidente Raúl Alfonsín; el mendocino Walter Jorge Grosse, El Vikingo, temible oficial de inteligencia que hoy ronda los 69 años; Horacio Rubén Leites, 64, y el emblemático Omar Antonio “Pájaro” Ferreyra, también de 64, sargento retirado del Ejército, galardonado por el eterno intendente Helios Eseverri como funcionario municipal.

El quinto jinete del horror, Juan Carlos Castignani, quien secundó a Verdura en el mando del Regimiento de Tanques 2 Lanceros General Paz, de Olavarría, no llegó a tiempo: murió el 19 de octubre de 2012. Los cinco habían quedado detenidos a mediados de 2009. El último en caer había sido Castignani.

Tres años antes, en mayo de 2006, la imagen de El Vikingo Grosse había quedado definitivamente congelada en el momento en que golpeaba a un periodista de América TV, en un acto de reivindicación del terrorismo estatal, en Plaza San Martín. Muchos años antes, en plena dictadura, había regenteado, como interventor, la radio AM de la ciudad. La que tiempo después compraría el grupo Fortabat.

Olavarría, esa ciudad de 110.000 habitantes forjada entre la piedra y el agro, que se reivindicó a sí misma por décadas como la capital del trabajo y del cemento, tiene una larga lista de 37 desaparecidos. Algunos de esos casos recién fueron denunciados muy pocos años atrás. Sin embargo, de cara al juicio por el circuito represivo de Monte Peloni son 21 las víctimas contempladas. Once son las que llegan con vida al juicio, aunque probablemente sólo diez estén en condiciones psicológicas de declarar. Seis fueron asesinados o continúan de-saparecidos desde 1977: Amelia Isabel Gutiérrez de Ledesma (Pichuca), Juan Carlos Ledesma, Jorge Oscar Fernández, Graciela Follini de Villeres, Rubén Argentino Villeres y Alfredo Serafín Maccarini. Y otros cuatro murieron años más tarde: Francisco Nicolás Gutiérrez, Ricardo Alberto Cassano, Mario Elpidio Méndez y Guillermo Oscar Luján Bagnola.

La ciudad llega como un rey desnudo a este 22 de septiembre. Tuvo un primer gran terremoto el 5 de agosto, cuando como un reguero de pólvora empezó a instalarse el germen de la noticia que, horas después, revolucionaría al país entero: Pacho Hurban, el joven músico talentoso que suele tocar en Librería Insurgente, que dirige la Escuela Municipal de Música, que se crió en el campo Los Aguilares (propiedad de su entregador) y vive en el pequeño pueblo de Loma Negra era, en verdad, el hijo de Laura Carlotto y Puño Montoya; el nieto de Estela. Si desde hace diez años, cuando se presentó la denuncia penal por el circuito represivo que giraba en torno de Monte Peloni, los ojos estaban puestos en el día en que por fin se juzgara a los represores, nada fue igual desde ese 5 de agosto.

Mientras Verdura, Leites, Grosse y Ferreyra apuestan a una defensa política (no por casualidad, Verdura caracterizó que la calificación de crímenes de lesa humanidad constituye una “torpe excusa sofística y pseudojurídica para abrogar garantías” constitucionales) los velos sobre la ciudad se van descorriendo con una velocidad abrumadora. Que deja con jirones de piel a los referentes intocables del poder económico y social.

Dos años atrás, la génesis de la ciudad y su identidad cementera habían comenzado a temblar cuando se ventiló en Tribunales el secuestro y asesinato del abogado Carlos Alberto Moreno, patrocinante de los trabajadores de Loma Negra que contraían la silicosis (aspiración de sílice) como enfermedad laboral. Sus triunfos jurídicos generaron pérdidas económicas a la fábrica, a la que los jueces mandaron a investigar como “instigadora por codicia” después de la sentencia que condenó a tres militares y dos civiles. Fue puesta en tela de juicio la fábrica, la principal benefactora de la ciudad y Amalia Lacroze, la viuda de uno de los padres de Olavarría. La mujer a quien se siguió instalando en un altar, a pesar de todo.

El Monte Peloni se transformó en primer o segundo destino (en decisiones aleatorias) de los secuestrados, que en algunos casos pasaban por los calabozos de la Comisaría Primera o por la Brigada de Las Flores antes de caer en la casa en medio de la serranía. Pero también era un lugar de paso donde recibían el primer “ablande”. Carlos Genson, en su testimonio en los Juicios por la Verdad (Olavarría, 2006), aseguró haber visto en ocasiones a otros detenidos que no estaban entre los históricos militantes con quienes compartió cautiverio y que solían permanecer por uno o dos días.

Al teniente primero Horacio Rubén Leites, al sargento Omar Antonio Ferreyra, al capitán del Ejército y oficial de inteligencia Walter Jorge Grosse y al entonces teniente coronel Ignacio Aníbal Verdura se los imputa de privación ilegítima de la libertad y tormentos en los 21 casos de Amelia Isabel Gutiérrez de Ledesma, Juan Carlos Ledesma, Ricardo Alberto Cassano, Néstor Horacio Elizari, Jorge Oscar Fernández, Osvaldo Roberto Fernández, Graciela Follini de Villeres, Rubén Argentino Villeres, Carlos Leonardo Genson, Lidia Araceli Gutiérrez, Mario Elpidio Méndez, Guillermo Oscar Lujan Bagnola, Roberto Edgardo Pasucci, Juan José Castelucci, Rubén Francisco Sampini, Osvaldo Raúl Ticera, Carmelo Vinci, Eduardo José Ferrante, Alfredo Serafín Maccarini y Juan Carlos Butera. Todos secuestrados en Olavarría entre el 14 de septiembre y el 1º de noviembre de 1977. Varios de ellos fueron vistos en los centros clandestinos de Las Flores (Brigada), Tandil (La Huerta), Monte Peloni (Olavarría), Pozo de Banfield o Brigada de Investigaciones de La Plata.

A Verdura, además, se lo juzgará por los homicidios de Jorge Oscar Fernández y Alfredo Serafín Maccarini.

Tal vez los dos imputados más emblemáticos sean Verdura y Ferreyra. El primero, por haberse erigido en el dueño de la vida y la muerte en los primeros años de la dictadura, a la vez de tejer profundos lazos sociales y empresariales en la ciudad. El poder económico y la clase dominante fueron conniventes y aduladores del teniente coronel, jefe del Regimiento.

Ferreyra, el de menor rango, casi veinte años más joven que Verdura, se mantenía oculto en el ostracismo hasta que el entonces intendente Helios Eseverri (por consejo de la misma casta empresarial que compartía asados en los cuarteles) lo nombró director de Control Urbano. Sus víctimas lo reconocieron, las denuncias sacudieron a la ciudad y El Pájaro fue corrido por los pasillos de la Municipalidad por Araceli Gutiérrez (una de sus víctimas en Monte Peloni) con el micrófono y la cámara de Punto Doc, en las manos de Miriam Lewin. Eseverri lo mantuvo en el cargo con explicaciones de profunda vileza.

Poco más tarde, cuando fue mandado a casa por presuntos problemas de salud, fue detenido y enviado a Marcos Paz, donde esperó hasta esta semana el juicio que correrá el velo sobre el horror escondido y silenciado en medio de la naturaleza y el canto de los pájaros.


LA HISTORIA DE JORGE TOLEDO, INCITADO AL SUICIDIO EN LA CARCEL

El estrago de la tortura

El Negrito Toledo fue secuestrado en 1978, en Olavarría. Estuvo detenido en Sierra Chica y luego en el penal de Caseros. Víctima de torturas y de un supuesto tratamiento psiquiátrico, terminó suicidándose en 1981.

 Por Silvana Melo y Claudia Rafael

El Negrito ya era nada más que un pedazo de muerte que había llegado a la casa como una concesión de los verdugos. Su madre había decidido que el ataúd descansaría sobre la mesa para que tuviera el velorio que tantos de sus compañeros desaparecidos no tendrían jamás. Angela, diez años su novia, acarició esa madera y fue a la puerta cuando sonó el timbre. Como la última burla del penal de Caseros, el laboratorio carcelario de experimentación con presos políticos, el cartero entregó una carta de él. La había escrito un día antes de colgarse con una sábana de las rejas del ventanuco. Y llegó después que su cuerpo muerto. Como un reflejo de vida remanente.

Jorge Miguel Toledo, el Negrito, tuvo dos vidas claras: la libertad y el cautiverio. Fue el tipo brillante, talentoso, convincente. Y fue también el hombre derruido, silenciado, estragado por la tortura y arrasado psíquicamente por un manejo perverso y sistemático de la medicación.

Angela Ondícola (Angelita, la llamaba él) es la única que motoriza su recuerdo. No hay más familia del Negrito. Y ella, aunque hizo una vida propia, no tuvo hijos y vuelve a tener veinte años cada vez que visita sus huesos en el cementerio de Olavarría. Se conocieron hacia 1972, ella de 17 y él de 19, en uno de los históricos bailes de Pueblo Nuevo.

Juan José Castelucci, compañero de militancia universitaria, lo recuerda como “uno de los mejores cuadros políticos que tenía nuestra juventud”. El Negrito generaba una corriente de admiración en propios y extraños. Como en José, que lo recuerda desde Franja Morada: “Me parece verlo parado en el escenario rodeado de sus compañeros, de pantalón negro y amplia camisa blanca sin una arruga, zapatos negros brillantes y la misma cara ovalada, piel cetrina, y remolino en el pelo. Era, con 20 años, un excelente orador”.

“Una personalidad superior a la del soldado; comprometido pero indispuesto a la orden, cuestionador, con mucha inteligencia: nunca fue orgánico, tenía pasta para líder”, lo describe Rubén “Chato” Sampini, desde la vieja JUP. “Eran memorables sus asambleas en la universidad; y siempre recuerdo una definición: ante una asamblea fortabatizada de esos tiempos, el Negro dijo ‘si hacer política es gestionar para que cada uno tenga un plato de comida en su casa... yo hago política’”. Es que, en esos tiempos, el centro de estudiantes estaba pensado “para armar el agasajo de fin de año para la familia Fortabat”, padre y madre financieros, Alfredo y Amalita, del Instituto Universitario de Olavarría. “Con el Negrito, rompimos esa fachada y armamos democráticamente una oposición, sin olvidar que Olavarría siempre fue la retaguardia de la burguesía concentrada”, relata Sampini.

Jorge Toledo nació el 2 de febrero de 1953. En mayo de 1976 se recibió de contador, a los 23 años. Amaba jugar al fútbol y al pingpong, y fue el juego lo único que lo devolvería a una vida esporádica durante su detención.

Para 1977, había abandonado la militancia y los secuestros habían diezmado cualquier posible resistencia. Tenía una oficinita montada con un amigo y a la tarde trabajaba en la Cámara de Almaceneros, donde Angelita fue a esperarlo el 6 de febrero de 1978, a las cinco menos diez de la tarde; cuatro días antes el Negrito había cumplido 25 años. “A Jorge lo vinieron a buscar en un Falcon verde. Dijo que volvía enseguida”, le comunicaron.

Cuatro meses más tarde, apareció la primera señal de vida: una carta desde Sierra Chica. “La primera vez que lo vi me dijo ‘estoy tan castigado’. Estaba muy triste, muy mal, no era mi Jorge.” Una de las estrategias de destrucción eran las cadenas de traslado. De pronto regresaban cartas devueltas con un sello rojo que decía “en libertad”. Pero en realidad ya estaba en otra cárcel.

A mediados de 1981 el Negrito llega a Caseros, su destino final. El laboratorio donde experimentarían con su resistencia. Y donde lo arrastrarían al suicidio (ver aparte). Allí se encontró por un breve tiempo con uno de sus amigos más cercanos: “Lo vi totalmente abrumado y algo desequilibrado”, relata Castelucci.

Toledo aseguraba haber estado en un lugar que jamás pudo identificar. Muchos suponen que podría haber sido Monte Peloni. En el Informe de la Memoria de Olavarría aparece como un hecho certero, aunque nadie pudo probarlo. Carmelo Vinci, uno de los sobrevivientes de ese centro clandestino, supone que el Negrito estuvo solo en el Monte, cuando ya todos ellos habían sido trasladados.

“Las pocas cosas que el Negrito decía sobre la tortura eran desoladoras. Su otro gran tema era el suicidio del hermano. Y el tercer tema era el tratamiento psiquiátrico. Nos contó cómo percibía que ese tratamiento no estaba bien”, dice Hernán Invernizzi. “Armamos una pequeña red para controlar la medicación y nos dimos cuenta de que un día no le daban y, al otro, le hacían tomar todo junto. Las entrevistas con psicólogas y con el psiquiatra lo violentaban, lo tensionaban, volvía temblando, al borde de la convulsión.”

Aquel 29 de junio de 1982, en la fila india hacia el recreo, Hugo Soriani intentó convencerlo de salir. “No quiere”, dijo. Jorge “Quebracho” Gessaga lo vio parado sobre la diminuta mesita de metal. “Pensé que estaba mejor y que quería mirar para afuera por la ventanita... después entendí que estaría tratando de ver cómo hacer para terminar con su vida.”

El recreo se alargó más de lo debido. Había movimientos extraños, los guardiacárceles se mostraban nerviosos, un médico, gritos, y la camilla con el cuerpo tapado fue la sensación más feroz de que la muerte asomaba una vez más.

“Hubo complicidad directa porque pudo hacerlo en un lugar donde suicidarse era muy difícil –dice Invernizzi–. Una persona que se cuelga tarda bastante en morirse. No es fácil. Le tiene que haber llevado un tiempo. ¿Nadie lo vio, cuando la cárcel es un panóptico?”

Aquella misma noche, a los detenidos les sirvieron carne al horno, papas, batatas... Los querían hacer partícipes de la celebración de la muerte. Muchos no pudieron probar bocado. Y enloquecieron de rabia cuando empezó a sonar, por los altoparlantes, la marcha fúnebre. Que no paró en toda la noche.

Tan conmocionante fue la muerte que a los tres días levantaron el pabellón y en poco tiempo cerraron Caseros para los presos políticos.





EL REGIMEN EN CASEROS
“Enloquecer y enfermar

 Por Silvana Melo y Claudia Rafael

El 10 de julio de 1980, en el penal de Caseros, Eduardo Schiavoni –según la versión oficial– fue encontrado colgado en su celda. En la denuncia que tiene en sus manos desde hace dos años el juez Daniel Rafecas, la hermana de Eduardo, querellante, está convencida de que “lo asesinaron, o bien lo manipularon o sometieron a apremios, o lo desatendieron hasta llegar al resultado muerte”. En días previos, Schiavoni “necesitaba un tratamiento adecuado para sus eventuales alteraciones”. Y le fue negado. Por eso, se enmarca en “un plan de exterminio que incluía un subplan de destrucción psico-física sobre los casos particulares de detenidos psiquiátricamente frágiles”. Schiavoni y Toledo fueron víctimas en el marco de ese plan.

Caseros funcionaba como un laboratorio destinado a “enloquecer, enfermar, destruir a los presos políticos con la menor violencia física posible. Prácticamente no se ensuciaban las manos. Era como un juego virtual. Por algo siempre repetían: ‘De acá van a salir locos, putos o quebrados’”, dice Hernán Invernizzi. “Cuando veían a alguien particularmente débil, desarrollaban toda una batería para destruirlo”, recuerda Hugo Soriani, que estuvo alojado en la celda contigua a la de Toledo.

Ese funcionamiento no era casual. Nacía en laboratorios profesionales multidisciplinarios que –reconstruye Hernán– tejían estratégicamente médicos, abogados, psiquiatras, “paradójicamente muchos profesionales de la salud dedicados a minarle la salud a otro”. “En el plazo de dos años, en Caseros tuvimos los suicidios de Schiavoni y Toledo más varios intentos. Son temas de los que no se habla. Y a todo esto hay que sumar que teníamos a seis compañeros con problemas cardíacos severos y de los que también nos teníamos que ocupar. Otro compañero de mi orga estaba muy mal, decía que el estado mayor de la revolución se había instalado en Venus y desde ahí monitoreaba el proceso. A un empresario hotelero de apellido Taub, que era diabético, obeso, lo alentaban a comprar enormes recipientes de dulce de batata. Le ofrecían azúcar constantemente. Ese era nuestro pabellón”, dice Hernán.

En el caso de Toledo fueron once, la mayoría del PRT, quienes se empecinaron en hacer una denuncia penal por homicidio. El juez interviniente y su secretario viajaron a Rawson a tomarle declaración a Soriani y le mostraron las fotos del Negrito muerto para que lo reconociera. Después, todos ellos le perdieron el rastro a la causa.

El abogado Pablo Llonto patrocina a Alicia Schiavoni en la causa por el homicidio o suicidio inducido de su hermano. “Ojalá que este año, al fin, se ponga en marcha la investigación de los hechos ocurridos durante la dictadura en las cárceles de Devoto y de Caseros y tanto en los asesinatos y tormentos como en los asesinatos disfrazados de suicidios, como el de Schiavoni”, plantea Llonto.

En la cárcel de Devoto murió la detenida política Alicia Pais el 1º de noviembre de 1977. Tenía un ataque de asma y le negaron la atención médica. En Caseros, a través de suicidios provocados, murieron Eduardo Schiavoni en 1980 y Jorge Miguel Toledo en 1982.