martes, 14 de febrero de 2012

“Todos los que estaban ahí no están más”

Girard relató el secuestro de su compañera, Cecilia Idiart, aún desaparecida, y cómo se entregó para intentar salvarla. “Es absurdo, pero me sentía responsable –dijo–. Fue como un acto de amor.” También contó cuál era el rol de Von Wernich.

 Por Alejandra Dandan

El presidente del Tribunal le preguntó varias veces si quería descansar un momento. Carlos Girard lloró, pero una y otra vez quiso seguir adelante. Atrás estaba sentado Miguel Etchecolatz, el represor del que alguna vez se escondió; la persona que le gritó a su madre “como un energúmeno” en la vereda de la Brigada de Investigaciones de La Plata y quien, sin saberlo, lo convenció para abandonar la idea de entregarse a la policía. Carlos Girard quería entregarse para intentar salvar a su novia que estaba secuestrada. El sabía que era casi un absurdo. Primero intentó entregarse con el comisario Etchecolatz, pero cuando lo vio tan exaltado decidió ir a golpear una mirilla del Regimiento 7 del Ejército.

“Mover estas cosas es medio complicado”, logró decir en la sala de audiencias de La Plata, frente al Tribunal Oral Federal 1, que sigue el juicio por los delitos de lesa humanidad cometidos en el Circuito Camps. “De alguna manera yo me sentía responsable de la situación. Es absurdo y sé que no es así, pero frente al entorno familiar todo era así. Yo decidí poner lo que tenía, decir yo tengo que saldar esto y lo saldo con lo único que tengo, que es con mi libertad, con mi cuerpo. Esa era mi cuestión; ya esto no es político, ¿un acto de amor? Pongámoslo en esos términos: fue como un acto de amor.”

A Cecilia Luján Idiart la habían secuestrado en diciembre de 1976, de la casa donde vivían juntos, en un barrio alejado del centro de La Plata. Carlos se salvó porque perdió un colectivo. Meses después, entre fugas y estadías clandestinas, supo que su novia seguía viva en la Brigada de Investigaciones de La Plata, entre el llamado “grupo de los siete”, el grupo sobre el que trabajó el capellán Christian von Wernich, como lo hicieron los marinos en la ESMA, en medio de un supuesto programa de resocialización para el que pidieron dinero a las familias, prometieron sacarlos del país y terminaron matándolos a todos. Carlos declaró sobre el secuestro, sobre las visitas del capellán a la madre de su novia y habló de ese momento de noviembre de 1977 en el que se acercó con su madre a la Brigada de Investigaciones para entregarse.

“Hoy, al mirarlo con el diario del lunes, me digo que de alguna manera eso fue lo que me salvó”, dijo a la salida de la sala. “Si de alguna manera yo hubiera ingresado en la Brigada de Investigaciones, la verdad es que no podemos decir que no sabemos qué pasó: todos los que estaban ahí adentro no están más. Fue como una cosa instintiva. Lo que no había era una relación entre los gestos de Etchecolatz y cómo increpaba a mi madre: no tenía ninguna relación con la importancia que tenía yo en la organización. No podía creer que si yo estaba haciendo lo que estaba haciendo, él saltara como un energúmeno. Por eso, después viene ese otro hecho desopilante que fue ir a golpear la puerta del Regimiento 7. Se abre una mirilla y dije: yo soy un militante de la JUP, sé que me buscan y me vengo a presentar. El soldado cierra la mirilla y se va. Yo me doy vuelta y digo... ¿qué?, ¿no atienden?”.

En la audiencia, Carlos Girard no habló demasiado sobre los cinco años que a continuación pasó detenido en la cárcel de Ezeiza, después de un riguroso recibimiento con agentes de todos los servicios, cachetazos; el acta de su entrega firmada con su madre de testigo y, finalmente, la celebración de un juicio ante un tribunal de guerra. Más bien, se detuvo en la historia del secuestro de Cecilia, la razón por la que estaba en la sala.

Para 1976, Carlos Girard era parte de la JUP o, mejor, de los restos de la organización de superficie de Montoneros de La Plata que la dictadura había convertido en despojos entre los meses de marzo y noviembre de ese año. Era de Bragado. En La Plata se inscribió en la carrera de Agrimensura. Había vivido y salvado completamente una casa operativa, de la que se fueron cuando el hijo del dueño levantó un tejido que Cecilia había dejado arriba de una panera y se encontró con una granada. Se salvó más tarde, con la caída de un compañero al que le decían Cabezón. Carlos decía ayer, en las afueras de la sala, que gracias a que seguramente ese compañero se aguantó más de seis o siete horas las torturas, todos tuvieron tiempo de escapar de otra de las casas.

Para diciembre de 1976 estaba con Cecilia en una casa de la calle 13, en los bordes de La Plata, a donde sólo llegaba una línea de colectivos. El día del operativo, ella estaba en la casa, pero Carlos perdió el colectivo volviendo del centro. Tomó otro, sabiendo que iba a tener que caminar las últimas cuadras. Cuando finalmente estaba llegando, a una cuadra y media de la casa, una de las vecinas del barrio a las que él saludaba cada tanto se puso a comadrear en voz alta con otra mujer: “¿Viste el operativo que se armó?”, le decía. “¿Dónde es? ¿En la otra cuadra?”, se gritaban casi adrede, por lo menos eso es lo que todavía cree Carlos, convencido de que con ese diálogo su vecina buscó una forma de salvarlo.

“Cuando llegué había un operativo policial, por lo tanto no me acerqué”, dijo. “Mientras se desarrolló el operativo, caminé por los alrededores tratando de ver y entender. Acompañé el operativo por la calle lateral. No iban muy rápido. Los vi doblar a la derecha. Ir a la comisaría, pero bueno, a partir de ahí perdí todo contacto.”

Para agosto de 1977 supo que Cecilia seguía viva y que la familia de ella era una de las que Von Wernich visitaba en sus casas, asegurándoles que sus hijos saldrían en libertad. “Me acuerdo de que pude conversar con mi suegra y decirle que pidiera que la blanquearan, como le decíamos nosotros: que pasen al famoso PE nacional”, dijo. “Pero el argumento que le daban, o sea, lo que le decía Von Wernich, que era el vínculo más importante con Cecilia, era que no. Que si lo hacían así iba a significar una condena y en cambio, de esta manera, irregular, en cualquier momento podía salir.” Lamentablemente, dijo Girard. “Yo sabía que iba a pasar eso: no cumplieron la palabra.”

Un abogado de las querellas le preguntó si Cecilia Idiart tuvo contacto con su familia. El dijo que el primer contacto fue telefónico. “Dejó una serie de instrucciones, después apareció en casa de mi suegra, apareció con el sacerdote Von Wernich. Mi suegra fue una militante católica y creía absolutamente en la palabra de Von Wernich. La familia podía verla, visitarla. Cuando empezó esta cuestión, es mi madre la que me llama. Yo me había ido a Córdoba. Le pido a mi madre que por favor vaya a verla. Que la vea, y toma contacto con Cecilia.”

Girard quedó detenido el 4 de noviembre de 1977; fue trasladado a Ezeiza. Las noticias de Cecilia eran pocas. Le decían que había viajado, pero no aparecía. Al comienzo se decía que los tenían incomunicados, pero a esa altura probablemente ya los habían matado. Otro de los querellantes le preguntó a Carlos si supo qué pasó finalmente con los siete. Girard habló de aquella confesión de uno de los policías: dijo que los habían matado a todos y luego se desdijo. “La verdad es que no tengo nada –dijo Carlos–, el cuerpo de Cecilia no apareció.”

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